quarta-feira, 12 de agosto de 2009

2ª Parte: Conferência
pronunciada em León,
por ocasión del V Centenario
de la Bula fundacional
de la Orden “Inter Universa”

pela madre Mercedes de Jesús Egido oic
del Monasterio de Monjas Concepcionistas
de Alcazár de San Juan
“A PRIMEIRA INSPIRAÇÃO
DA ORDEM
DA IMACULADA CONCEIÇÃO”
I - Conocimiento
del Carisma Fundacional
Éste es nuestro humilde deseo, poder “llegar” y “dar” a conocer lo mejor posible el carisma y experiencia religiosa de la Madre. Entrar en el santuario de su alma mística y transida de Dios, donde se originó su maternidad espiritual y, por lo mismo, el comienzo de nuestra existencia monástica concepcionista.
Con temor reverencial, por la materia que tocamos y para acertar en tan delicado tema, nos situamos en la línea de fidelidad a los orígenes de la Orden: “primigenia inspiración” para leer con luz propia (Bula “Inter universa”) sus anhelos fundacionales.
Nos sirve también para ello las “minutas” de la Madre recientemente encontradas providencialmente en el archivo secreto del Vaticano.
Y, por último, la Bula de canonización de Santa Beatriz de Silva: “Praeclara Inmaculatae” de Pablo VI, 1976.
De mano, pues, de la Bula de canonización y con la ayuda de Dios, comenzamos a desentrañar el carisma de la santa fundadora.
Es la autoridad de Su Santidad Pablo VI, en esta Bula, quien nos dice que: “Beatriz, dócil al superior impulso del Espíritu Santo, tomó la determinación de instituir una nueva familia religiosa que estuviera consagrada a la Santísima Madre de Dios” (B.C.).
¿Cómo y cuándo se originó esta moción del Espíritu en su vida? Nos lo puntualiza el mismo Papa: “Beatriz... reconfortada con la ayuda sobrenatural de la Madre de Dios y librada por la divina Providencia de tanto peligro, proponiéndose consagrarse totalmente en adelante al único Señor en honor de la Virgen María, inmune de toda mancha, hizo entonces voto de perpetua virginidad al Señor Altísimo... menospreció el señorío del mundo y toda pompa del siglo ante el inestimable amor de Jesucristo y la amorosa imitación de su Madre; y huyendo del bullicio de la Corte... se apresuró a ir a la soledad y, ocultó decididamente su florida juventud dentro de los muros de un monasterio” (B.C.).
El Papa nos ha expuesto nítida y netamente el carisma fundacional de Santa Beatriz de Silva.
La ayuda sobrenatural que recibió de la Madre de Dios que refiere el Papa, toda la tradición de la Orden la identifica con la aparición que de la Inmaculada Virgen tuvo nuestra Madre en el momento más álgido y dramático de su vida, cuando la reina Isabel: “llevada de injusto sentimiento de celotipia, resolvió quitarla de enmedio”, añade el Papa (B.C.).
Esta experiencia de María, que llenó de luz del Espíritu su alma, fue el punto de arranque de su transformación en Dios, del nacimiento de la Orden y, por lo mismo de la institucionalización de una nueva espiritualidad en la Iglesia: la concepcionista. Puesto que es de singular importancia este momento, tanto para la Obra de la Fundadora como para sus Hijas, detengámonos un poco en él para extraer del mismo, el contenido místico, religioso y pedagógico que encierra, a fin de llevarlo a las Constituciones propias, como núcleo central de nuestra espiritualidad que ha de dar forma, como don carismático del Espíritu, a nuestra Orden, y determinar su fisonomía y el fin de la misma.
Nuestra Santa, pues, que hasta este momento había sonreído a todo lo bello y bueno que el mundo le ofrecía primero en la casa paterna y después en el palacio de la reina Isabel, su prima, siente ahora que en su vida está sucediendo algo extraño. Las cosas se le han vuelto hostiles, ya no le ofrecen sus dulzuras, sino el amargor de su vaciedad e inestabilidad. Los acontecimientos adversos se agolpan uno tras otro dejando en su corazón el poso amargo de su huella. Es la gracia divina que va iluminando y purificando los ojos de su alma y va a hacer que su vida dé un giro de 180 grados. Tiene en su mente divina un designio amoroso sobre ella que ya es preciso comunicarle. Y el Señor abrevia el momento.
La Reina se enciende en celos y, poniendo en juego su poder temporal, decide ahogar la vida de Beatriz. La prueba o gracia purificadora ha llegado a su cumbre. Beatriz, encerrada en lóbrega prisión, ve cercano su fin e implora el auxilio divino. Sí, ciertamente sucede así. Místicamente en la estrecha o angosta prisión muere la antigua Beatriz y nace la nueva, más espiritual, al calor maternal y bajo la luz de la Inmaculada María. La Santísima Madre se le aparece revelándole el designio de Dios sobre ella.
Es aquí donde aparece en toda su belleza y plenitud el carisma propio de Beatriz y su experiencia mística religiosa, germen de la Orden concepcionista. María se le manifiesta radiante de amor y pureza inmaculada, penetrando todo su ser con su presencia dulcísima. Beatriz, contemplándola, queda arrobada y su alma místicamente MARIANIZADA, al mismo tiempo que escucha de María el designio divino de que se perpetúe y cante en el tiempo mediante una Orden, esa pureza inmaculada que está haciendo las delicias de su alma.
Hasta ahora, Beatriz había “creído” a María limpia de pecado original en su Concepción santísima; desde ahora, místicamente, la “conoce” Inmaculada, libre de la baba del dragón infernal. Al mismo tiempo Beatriz acoge a Dios en su alma, aborrece el pecado, se adhiere a la virtud y deja que se encarne el carisma en su alma. Así de inefable y sencillo fue el comienzo de nuestra existencia.
El ilustre teólogo jesuita P. Víctor Codina nos dice en su libro “Teología de la vida religiosa” que “la experiencia religiosa del fundador es una vocación carismática o experiencia de algún modo mística, por la cual son simultáneamente introducidos en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Es una captación del signo de los tiempos por el que se sienten introducidos en el aspecto de Cristo y de la Iglesia más urgente y necesario para aquel tiempo concreto”.
Por medio de María, Beatriz conoció el designio de Dios sobre ella y en la luz de Dios descubrió la significación de su tiempo respecto de la Inmaculada. En la visión que venimos comentando, de la contemplación de la Madre pasa al Hijo y del Hijo a la Madre. En el Hijo reconoce el origen de la santidad, y en la Madre la santidad del pensamiento creacional de Dios sobre el hombre salvado dichosa y abundantemente en Ella: libre del pecado original. En el Hijo reconoce el misterio de la humanización de Dios para la redención humana, y en la Madre el prototipo de los redimidos y la mediación entre Dios y el hombre.
Este misterio de pureza y santidad de María que estaba contemplando se estaba debatiendo con viveza en su tiempo, por otra parte tan falto de reforma. Por experiencia, por la transformación que él estaba operando en su alma, intuyó Santa Beatriz que bien podía ser fermento de renovación, un reclamo a la santidad, para aquéllos que la veneraban y exaltaban con tan encendidos clamores.
La necesidad de renovación en la sociedad del tiempo de Santa Beatriz estaba patente. Veámoslo brevemente.
Sabemos que la Iglesia de Cristo, en su constitución divina, es, SANTA, indefectible, invariable. No es así en sus miembros que, por defectibles y limitados, son sujetos de corrección y reajuste.
Es lo que estaba necesitando la vida eclesiástica y religiosa del tiempo de Santa Beatriz, la cual registraba una franca decadencia. Decadencia que incidía en la vida social. Pues así como el fervor en la vida religiosa lleva a una reactivación de la religiosidad del pueblo, así su decadencia le estaba llevando a la postración de la fe y corrupción de costumbres.
Esta triste realidad fue denunciada por la cristiandad con clamores de renovación a decir de García Oro, como nunca se ha dado quizá en la Iglesia. Este mismo autor nos dice que “Juan Gersón, el gran apóstol de la reforma y unidad durante el cisma de Occidente, decía en un sermón pronunciado el día 1 de enero de 1404: “En verdad, que el estado actual de la iglesia parece brutal y monstruoso”. Era una de las muchas voces que levantaban urgiendo el cambio” (García Oro).
En esta convulsiva realidad estaba siendo introducida por Dios Santa Beatriz. Como hemos visto antes, ella misma había sido víctima de pasiones incontroladas y costumbres depravadas. Y ahora, en la contemplación de la limpia santidad de María, veía el contraste de su mundo; la urgente necesidad que tenía de reforma y el medio eficaz para conseguirla.
De hecho, ésta fue la contribución que Dios le pidió y que ella supo darle como fruto de su experiencia mística y religiosa. Y que culminó en espléndidos frutos de santidad, primero en ella y en la Orden de la Concepción por ella fundada. Y además, en el servicio que prestó a la Iglesia y a la causa de la declaración del dogma inmaculista mediante la misma Orden consagrada a este misterio soberano.
“La Inmaculada Concepción se manifiesta como fuerza viva en la historia de la salvación y en la vida de la Iglesia suscitando una Orden contemplativa” (Homilía de Pablo VI en la canonización). Deseando, pues, penetrar más a fondo en el carisma que se encarnó en Santa Beatriz impulsada por las precedentes palabras de Su Santidad Pablo VI, y aunque es conocido de todos los presentes el misterio de la santidad original de María, vamos a recordarlo brevemente, como dinamismo de la gracia, para conocer mejor la espiritualidad de la Orden concepcionista. Lo hacemos de la mano de Michael Schmaus.
La doctrina de la limpia Concepción de María comenzó a penetrar en las almas y por lo mismo a desarrollarse en la Iglesia, en la época patrística. Sabemos que, como los demás dogmas, tiene su fundamento en la Sagrada Escritura. Concretamente en dos textos que deben ser claves para configurar, en su propia espiritualidad, las Constituciones de la Orden concepcionista. El primero (Gn. 3, 15): “Pongo enemistades entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo: ella herirá tu cabeza cuando tú hieras su talón”. El segundo, en la expresión del Evangelio: “llena de gracia” de Lc. 1, 28.
En la primera se nos revela la predestinación de María para Madre de Dios, y la gracia santificadora de Cristo preservando a María del pecado. “Se nos enseña que Cristo, triunfador por su muerte de cruz y su resurrección, del diablo y del pecado, es el comienzo de la “descendencia” salvada, cuyo primer fruto eminente: “preservada” es, María. Dios le aplicó los méritos de Cristo, la gracia del Redentor en el mismo instante de su concepción. Entre Cristo y su Madre existe una íntima unión espiritual histórico - salvífica. Por su vinculación a Cristo, pues, no por sí, sino por don gratuito de Dios, María está en plena y triunfante enemistad contra el pecado y el demonio. Enemistad que incluye que Ella, Madre del vencedor del diablo, no haya estado ni por un solo momento bajo el poder de Satán o alejada de Dios” (Schmaus). Es el triunfo de la gracia sobre el pecado. Triunfo que ha de estimular a nuestra realidad pecadora, por la participación que tenemos todos en su gracia.
En cuanto al segundo fundamento: “llena de gracia”, contiene la elección de María para Madre de Dios. “El Ángel le testifica que Dios está con Ella de manera única, por su predestinación a una misión histórico - salvacional decisiva: Madre del mismo Hijo del Padre. Dios mismo ha entrado en comunicación con María de una manera plena: “llena de gracia”. Si Dios está así con Ella como le informa Dios mismo de parte del Ángel, entonces no queda ningún margen para el pecado, es decir, para una oposición entre Dios y María” (Schmaus). Verdad revelada en el Evangelio, que es principio de la salvación y santificación del género humano y motivo de nuestra esperanza. Así “contemplamos a María convertida, para nosotros, en imagen purísima de lo que debemos y esperamos ser” (Mc. 22).
Este don divino de la santidad inmaculada de María que, como todos los de Cristo están orientados hacia la salvación y santificación del género humano como proyecto creador de Dios, empezó a influir en la mente y en el corazón del hombre, marcando en él la nostalgia de la imagen santa de Dios a que fue creado y que había perdido por el pecado, como dije anteriormente, en la edad patrística. Y, aunque entonces “no consiguieron formularla con la claridad con que después lo hicieron la encíclicas pontificias de los siglos XIX y XX, los Padres de la iglesia la cantan con tanta intensidad y frecuencia que los siglos posteriores pudieron llegar con facilidad a concluir la inmunidad de María del pecado original” (Schmaus), y crear una rica y abundante fuente de espiritualidad.
Tertuliano nos dice: “Dios recuperó con celoso esfuerzo, su imagen y semejanza, que era presa del diablo. Pues en Eva, aún virgen, entró la palabra que edificó la muerte: del mismo modo había que introducir en la Virgen el Verbo de Dios que edifica la vida”. Del mismo modo cantan la sobreabundante santidad de paraíso de María y su excelencia virginal San Epifanio, San Ireneo, Isidoro de Pelusio, San Atanasio, San Ambrosio, los Capadocios, etc.
San Efrén, monje anacoreta del siglo IV introduce la dulzura de esta espiritualidad dejando destilar la miel de su pluma en sus “Carmina Nisibena” cuando canta: “Sólo tú, Señor, y tú, Madre, sois hermosos sobre todas las cosas, pues no hay en ti ninguna mancha ni defecto alguno en tu Madre”.
Y en una oración: “Oh Virgen, Señora, Inmaculada Madre de Dios... en extremo bondadosa, eres superior a los cielos, más pura que los resplandecientes y cegadores rayos del sol”, etc.
Dejando otros Padres por no alargarnos, llegamos a San Beda el Venerable, monje benedictino inglés del siglo VII, el cual, recogiendo los dulces ecos de San Efrén, llega a la conclusión de que: “sólo la Virgen purificada de todo pecado podía servir al Hijo de Dios en la asunción de una naturaleza humana invulnerada” (Hom. 1 P.L. 94, 12).
Así se fue elaborando en el corazón del hombre, para la Iglesia, esta espiritualidad que resonaba con acentos cada vez más diáfanos en las almas sensibles a la santidad y pureza.
Así, San Anselmo, monje también benedictino de los siglos XI - XII, Arzobispo de Cantórbery y uno de los fundadores de la escolástica, nos dice: “que la concepción virginal de Cristo es necesaria para su obra redentora. Puesto que es virginal no puede estar sometida a la ley del pecado” (De conceptu virginale, 18). Y estudia, consecuentemente, la pureza de María en su libro (Cur Deus Homo, 16) y, aunque no consigue situar la santificación de la Virgen antes de su nacimiento por acentuar exageradamente la fuerza purificadora de la fe, es decir, que María tuvo que ser santificada por la fe en su Redentor, canta sin embargo la santidad eximia de María con acentos tan certeros, que la Iglesia no encuentra cantor mejor para exaltar la excelencia y dinamismo espiritual de este soberano misterio, en la solemnidad litúrgica de la Inmaculada, que la “Oración 3 a la Virgen” de este santo. Y así la ordena para la segunda lectura del Oficio de Lectura.
Lo que no consiguió San Anselmo lo lograron dos discípulos suyos, también monjes benedictinos: Eadmero, que defendió expresa y formalmente la Inmaculada Concepción de María en su libro (De Conceptu Beatae Mariae), y Osberto, que pensó asimismo.
Eadmero dice que “puesto que en la concepción de María creó el Espíritu Santo una habitación para el Hijo de Dios, la misma concepción había de ser santa”: “dignum Filii tui habitaculum preparasti”, nota melodiosa que canta perpetuamente la Iglesia en la oración del oficio litúrgico de la Inmaculada.
De este modo fue extendiendo el Espíritu Santo esta espiritualidad de pureza en la iglesia introduciéndola incluso en la Liturgia a medida que se desentrañaba el misterio de la santidad original de María. Y aunque a San Bernardo de Claraval le pareció entonces conveniente mitigar esta novedad de Eadmero sobre la Inmaculada, enseñando que María había sido santificada después de su concepción pero antes de su nacimiento, opinión que, debido a su gran autoridad siguieron los principales teólogos de los siglos XII y XIII, entre otros San Alberto Magno, San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino, ahí quedó la razón teológica de Eadmero en el axioma que ya resonó en sus labios: “Potuit, decuit, ergo fecit”. Herencia que recogió la posteridad, logrando, al fin, dos franciscanos del siglo XIV Guillermo de Ware y, sobre todo, su gran discípulo Juan Duns Escoto, dar con el camino para llegar a la solución definitiva: “en previsión”.
Nota terminal de la oración de la solemnidad de la Inmaculada. Oración que la Iglesia, queriendo lograr en todos sus hijos los frutos de estos dones divinos y espiritualidad de santidad concluye diciendo: “así también, por su intercesión, lleguemos a ti limpios de todo pecado”. Así nos abre el camino al dinamismo santificador de esta espiritualidad la parte ascética, que es la colaboración que busca Dios en nosotros como respuesta a ese regalo que nos hizo creando Inmaculada a nuestra Madre dulcísima. Bien lo entendió el pueblo fiel, pues así que saltó esta espiritualidad del cielo al culto popular, los hechos heroicos que registró la historia entre la gente sencilla son, en verdad, impresionantes.
Para no alargar esta exposición recordamos sólo uno que es exponente del fervor con que las masas vivieron este soberano misterio. Es el tan conocido de aquel caballero sevillano que se vendió a sí mismo como esclavo, para sufragar con la venta solemnes cultos en desagravio de aquella tan querida Madre Inmaculada, que era negada por un predicador desde el púlpito.
Esta fuerza santificadora dimanada de la misma entraña del Dios que hizo inmaculada a María es la que penetró en Santa Beatriz, arrancándola la heroica decisión de cubrir la belleza de su rostro de por vida y encerrar sus grandes valores humanos en la soledad de un monasterio.
(continua)

Sem comentários: